miércoles, 29 de febrero de 2012


 
Veintisiete, veintiocho, veintinueve años... Una edad poco adecuada para morir. Los poetas mueren a los ventiún años, los revolucionarios y las estrellas de rock, a los veinticuatro. Una vez superada esa edad parece que, de momento, estés a... salvo. Como mínimo eso es lo que presupone la mayoría de la gente. Ya has dejado atrás la legendaria curva fatídica, ya has cruzado el túnel lúgubre y oscuro. Tienes por delante una recta autopista de seis carriles por la que (aunque no te apetezca) puedes volar hacia tu destino. Te cortas el pelo, te afeitas todas las mañanas. Ya no eres poeta, ni revolucionario, ni estrella del rock. Ya no duermes la borrachera dentro de una cabina telefónica, ni bebes hasta perder el sentido, ni escuchas ningún LP de los Doors a todo volumen a las cuatro de la madrugada. Has suscrito un seguro de vida por conveniencia, has empezado a beber en los bares de los hoteles, desgravas de los impuestos la factura del dentista. Porque tú ya tienes veintiocho años.



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